lunes, 7 de mayo de 2012

07/05/2012 - Matices

Por Germán

Aturdido de soledad se refugia en el resplandor de la pantalla del ordenador. Teclea con desidia palabras que forman frases con la esperanza de ver nacer una idea. Con la ilusión de que aparezca una frase que dispare en él la necesidad de comprometerse con una meta. Cualquier cosa que lo aparte de sus cavilaciones. Pero es inútil. Su vida es demasiado ordenada y racional. Todo ocurre dentro de los límites lógicos que impone una rutina, la suya, aceptada por la sociedad, a salvo de comentarios a media voz. Son las once de la noche y se oye poco desde la calle. El insomnio evita al resto de los mortales, a los que duermen plácidamente, y en cambio se queda junto a él. Termina de a sorbos una copa de brandy mientras insiste con el teclado. Lo rodea una habitación gris, en las paredes hay láminas con publicidades que invitan a playas paradisíacas. Vive acompañado de ausencias. Si alguna vez hubo oportunidad de amigos o pareja sentimental jugó de tal manera sus cartas que ahora es él y el tiempo vacío alrededor suyo.
Hace años tuvo aquel problema que lo confinó unos meses en una clínica psiquiátrica. Nunca quedó del todo aclarado el porqué, y él se convenció de que fue un pico de estrés. Por eso desde hace años escribe por las noches en una catarsis que lo aleja de los fantasmas. Huye, escribiendo, de un pozo que crece desde dentro. Adivina en las profundidades de su ser algo que se forma como una tormenta peligrosa. Remolinos interiores que amenazan con reventar una superficie de aparente calma. Un rostro imperturbable.

Por el rabillo del ojo capta un movimiento. Se da vuelta justo a tiempo para ver que un gris basalto se esconde agazapado en el pasillo. No puede ser, se dice, no de nuevo. El gris basalto adivina su miedo y se atreve a más. Detrás el naranja se envalentona y lo sigue. Siempre lo mismo con el naranja, piensa tembloroso, solo no es nada, pero se junta con los demás y se cree el Gran Color. Presa del pánico su mirada recorre las paredes y los agudos contornos de la habitación. Sus tímpanos son martillados por la risa penetrante y repetitiva del verde esmeralda. De su garganta escapan sonidos incoherentes mientras retrocede hasta que en su espalda siente el pétreo rencor de un ocre que se alza imponente como un muro helado. Los rojos y los verdes ladran y se lanzan afilados contra él. Crispadas por las órdenes del gris, sus manos dejan de ser suyas y lo atacan hurgándole los ojos. Hay demasiado dolor, no sabe exactamente dónde y que parte es la que arde, late o se desgarra. Ahora, rodeado y asfixiado por los colores, todo es negro y lacerante.

Llegaron alertados por las llamadas de los vecinos. Lo encontraron muerto cuando la madrugada le dejaba paso a un nuevo día que se asomaba azul en el horizonte. Mientras observaban el cadáver mutilado, concluyeron que se había agredido a si mismo a raíz de un brote psicótico o por la ingesta de alguna sustancia alucinógena.

Un momento después que se fueron, un amarillo desconsolado rompió a llorar.

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