jueves, 13 de septiembre de 2012

¿Se cree que soy pelotudo?

Por José Playo

Frente al escritorio, se llevó los dedos en punta hacia la sien y dio los buenos días. Del otro lado de la mesa, meciéndose con ansiedad en una silla, el hombre de bigotes lo estudiaba a la espera del parte.
—Buenas tardes, mi capitán —saludó.
Al capitán le picaban los huevos, hacía mucho calor en la habitación, pero debía mantener las formas: su rango le quitaba toda posibilidad de andar pellizcándose las pelotas frente a los subordinados.
—Corte la formalidad y vaya al grano, soldado, que no me aguanto la calor.
El que estaba de pie puso los brazos paralelos al cuerpo y golpeó los tacos antes de distender la postura.
—Tenemos los primeros resultados. La droga funcionó a la perfección.
El capitán se peinó fugazmente un lado del bigote y sonrió con regocijo.
—¿En los tres voluntarios?
—Si me permite la expresión —dijo el soldado conteniendo la risa—, quedaron rayados como compaq sin caja. O babeados como bebé con sonajero. Para que se entienda mejor, estaban más dados vuelta que soquete en un campamento…
—Bueno, bueno —interrumpió el capitán blandiendo las manos frente a la cara—. Me gustaría que me dé los datos técnicos y que corte con ese lenguaje de hippy mugroso —repuso al tiempo que ponía los pies sobre el escritorio—. Esto no es un circo, carajo.
El soldado tuvo que contener la risa antes de proseguir.
—Los sujetos ingresaron a la sala de pruebas a las mil novecientas y el gas fue soltado veinte minutos después, conforme a lo acordado.
—¿Se dieron cuenta?
—Ya sabían, capitán. Los voluntarios habían firmado la conformidad con el tratamiento.
—No hace falta que me lo recuerde, soldado, ¿se cree que soy pelotudo?
—Perdón, Señor.
—¿Qué hacían ellos antes de que soltaran el gas?
—Se habían sentado a la mesa y anotaban sensaciones corporales, tal y como les pedimos que hicieran —el solado frunció el ceño, se rascó la cabeza y agregó—: también hacían los jueguitos.
El capitán levantó una ceja para mostrar que esperaba más detalles.
—Lo de las fotos de travestis, Señor.
—No estaba al tanto de eso —dijo el capitán antes de cruzar los brazos sobre la mesa.
—Fue idea mía, Señor. Usted sugirió que les diéramos algunas actividades para evaluar los reflejos, así que yo les entregué un mazo de cartas con fotos de minas en bolas de la cintura para arriba. Ellos tenían que determinar quiénes eran mujeres y quiénes travestis.
El soldado le tendió una baraja española con fotos de mujeres y el capitán se puso a revisarlas.
—Este juego es una pelotudez nunca vista, soldado. Sólo hay que separar a las minas feas de las lindas y ya tiene los dos bandos.
—Si me permite, capitán —contestó el soldado aclarándose la garganta—, esa que puso entre “minas lindas” es Bibi Andersen, un travesaño de acá a la China.
El capitán, disimulando la incomodidad, hizo a un lado las cartas y adoptó un tono severo:
—A mí no me venga a explicar nada. ¿Se cree que soy pelotudo y que no sé? Quería ver si usted estaba atento —dijo reclinándose en la silla—. Vivián Dersén, le voy a dar.
—Usted perdone, mi capitán —dijo el soldado antes de sacar un pañuelo y secarse el cuello—. Hace una calor de locos en esta pieza, me cuesta concentrarme.
—Y me lo va a decir a mí. Bueno, volvamos. ¿Qué le dio la pauta de que la droga hizo efecto tan rápido?
—Uno de los voluntarios se fue al baño…
El capitán le mostró un lado de la cara, levantó las cejas y dibujó un espiral con la mano, esperando que ampliara la información.
—… dos minutos después de que el voluntario se metiera en el excusado, los otros dos se habían olvidado por completo de él. El tipo se podría haber ahogado en el inodoro y ellos ni enterados.
—Confusión —dijo el capitán para sí.
—Msé. O desidia. Los que andan en la droga son desidios, no sé si me entiende.
—Claro que lo entiendo, soldado. ¿Se cree que soy pelotudo?
—Nada más lejos que eso, Señor.
El capitán se puso de pie y dio algunos pasos alrededor de la mesa. Ahora se peinaba ambos lados del bigote con delicadas pinceladas del dedo índice.
—… desidia; aturdimiento; confusión —enumeraba en voz baja.
—Y alucinaciones —agregó el soldado.
—¿Alucinaciones?
—Sí. Es cuando uno empieza a…
—Ya sé lo que son las alucinaciones, soldado. ¿Se cree que soy pelotudo?
—Nada más lejos que eso, Señor.
—¿Qué tipo de alucinaciones? —quiso saber el capitán al tiempo que apuntalaba los puños sobre la mesa.
—Ellos… Cómo le explico —caviló el soldado mientras se mordía una uña—… Los tipos se creían militares. Como si al experimento lo estuvieran conduciendo ellos, no sé si me entiende.
—¿Ah?
El soldado volvió a rascarse la cabeza y dejó que su mirada rodara por el piso antes de aclarar:
—Uno se sentó en la mesa, así como usted. Y el otro se paró adelante y le empezó a hablar de los resultados del experimento, no sé si me entiende.
—Claro que lo entiendo, ¿qué se cree que soy?
—No creo que usted sea un pelotudo, si eso quiere saber —se atajó el soldado.
El capitán le dedicó una mirada de desprecio y cruzó las manos por detrás de la espalda.
—Cambio de rol —dijo para sí.
—Se creían militares, como si al experimento lo… —agregó el soldado antes de enmudecer. El capitán, que le daba la espalda, de pronto había levantado una mano en el aire.
—¿Escucha eso?
El soldado ladeó la cabeza y entrecerró los ojos.
—¿Es un ratón?
El capitán se volvió hacia él y se llevó el índice a los labios para pedir silencio. De la frente le brotaba un centenar de gotitas brillantes que a veces se juntaban y se precipitaban formando pequeños ríos que iban a morir a su cuello.
—No. Viene del baño…
—¿Hay alguien en el baño? —preguntó, intrigado, el soldado.
—Que yo sepa, no. Pero suena como alguien intentando abrir la puerta para salir —aventuró el hombre de bigotes.

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