viernes, 17 de mayo de 2013

17/05/2013 - El otoño del Patriarca


Por Gabriel García Márquez

Aunque los que encontraron el cuerpo habían de decir que fue en el suelo de la oficina con el uniforme de lienzo sin insignias y la espuela de oro en el talón izquierdo para no contrariar los augurios de sus pitonisas,
había sido cuando menos lo quiso, cuando al cabo de tantos y tantos años de ilusiones
estériles había empezado a vislumbrar que no se vive, qué carajo, se sobrevive, se
aprende demasiado tarde que hasta las vidas más dilatadas y útiles no alcanzan para
nada más que para aprender a vivir, había conocido su incapacidad de amor en el
enigma de la palma de sus manos mudas y en las cifras invisibles de las barajas y había
tratado de compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio solitario del
poder, se había hecho víctima de su secta para inmolarse en las llamas de aquel
holocausto infinito, se había cebado en la falacia y el crimen, había medrado en la
impiedad y el oprobio y se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo congénito
sólo por conservar hasta el fin de los tiempos su bolita de vidrio en el puño sin saber que
era un vicio sin término cuya saciedad generaba su propio apetito hasta el fin de todos
los tiempos mi general, había sabido desde sus orígenes que lo engañaban para
complacerlo, que le cobraban por adularlo, que reclutaban por la fuerza de las armas a
las muchedumbres concentradas a su paso con gritos de júbilo y letreros venales de vida
eterna al magnífico que es más antiguo que su edad, pero aprendió a vivir con esas y con
todas las miserias de la gloria a medida que descubría en el transcurso de sus años
incontables que la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más
perdurable que la verdad, había llegado sin asombro a la ficción de ignominia de mandar
sin poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad cuando se
convenció en el reguero de hojas amarillas de su otoño que nunca había de ser el dueño
de todo su poder, que estaba condenado a no conocer la vida sino por el revés,
condenado a descifrar las costuras y a corregir los hilos de la trama y los nudos de la
urdimbre del gobelino de ilusiones de la realidad sin sospechar ni siquiera demasiado
tarde que la única vida vivible era la de mostrar, la que nosotros veíamos de este lado
que no era el suyo mi general, este lado de pobres donde estaba el reguero de hojas
amarillas de nuestros incontables años de infortunio y nuestros instantes inasibles de
felicidad, donde el amor estaba contaminado por los gérmenes de la muerte pero era
todo el amor mi general, donde usted mismo era apenas una visión incierta de unos ojos
de lástima a través de los visillos polvorientos de la ventanilla de un tren, era apenas el
temblor de unos labios taciturnos, el adiós fugitivo de un guante de raso de la mano de
nadie de un anciano sin destino que nunca supimos quién fue, ni cómo fue, ni si fue
apenas un infundio de la imaginación, un tirano de burlas que nunca supo dónde estaba
el revés y dónde estaba el derecho de esta vida que amábamos con una pasión insaciable
que usted no se atrevió ni siquiera a imaginar por miedo de saber lo que nosotros
sabíamos de sobra que era ardua y efímera pero que no había otra, general, porque
nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre con el
dulce silbido de su potra de muerto viejo tronchado de raíz por el trancazo de la muerte,
volando entre el rumor oscuro de las últimas hojas heladas de su otoño hacia la patria de
tinieblas de la verdad del olvido, agarrado de miedo a los trapos de hilachas podridas del
balandrán de la muerte y ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se
echaban a las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y
ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las
campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable
de la eternidad había por fin terminado.

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