Por David Perugache
Dile al cura que ore por mí. Que voy resignada a encontrar la muerte; ni más faltaba que a mis noventa años le fuera a temer a lo único seguro que tengo. Aunque sí temo que mi muerte sea lenta, que camine más despacio que yo. No sería justo.
Dile también que no se preocupe por las sillas que le faltan a la iglesia, que esas ya las mandé a hacer, que ya adivinaba mi partida y como mujer precavida que soy lo organicé todo.
¡Y esto es muy importante! No te olvides de decirle que mi vida fue siempre austera y humilde; que nunca necesité más de lo necesario; que las banalidades de la vida nunca me sedujeron, ni siquiera los hombres. Por eso en mi entierro no quiero discursos ni resoluciones, si en vida no merecí alguna, ¿por qué habría de merecerlas en mi muerte?
Es mi deseo llegar al cielo apocada, sin actas firmadas ni discursos fofos. ¿Acaso San Pedro exige en la entrada carta de recomendación de la junta del barrio?
Dile que no es falta grave no haber parido en este mar de tristezas, y más si ningún hombre me gusto; ni yo a ellos.
Acepté resignada la cruz que mi Dios me puso a los setenta años. ¿Quién diría que a esa edad, el espíritu santo me hiciera madre sin conocer hombre?
Prueba superada con amor fue haber sido de vieja la madre de mi madre. Yo que nunca quise cambiar pañales me tocó cambiárselos a ella, una anciana de noventa que se portaba como de uno. Las dos artríticas y llenas de úlceras por nuestro mal genio aprendimos nuevamente a soportarnos, como el pobre soporta el sufrimiento; con rabia y resignación. ¿Te acuerdas la vez que se levantó a media noche a gritar que por Dios no la matara de hambre, que le diera su colada? Vieja terca, no tenía buena vista pero sí buenos pulmones; despertó a los vecinos. Y desde esa vez, cada noche me levantaba a darle su colada, a cambiar su pañal y calmarla hasta que dejara de llorar por el miedo que la eminencia de la muerte le producía.
Y dile también, que a pesar de todo me voy feliz, a encontrarme con ella. Aunque temo que aún esté brava porque no pudo estrenar su falda que duró tres años en el baúl porque… nada que la tía Rosaura moría; y al final quien se la puso fue la tía, para enterrarla a ella. Y Dios sabe cómo le gustaban las faldas negras. Por eso te pido que me entierres con una de esas, para llevársela a ella.
Dile también que no se preocupe por las sillas que le faltan a la iglesia, que esas ya las mandé a hacer, que ya adivinaba mi partida y como mujer precavida que soy lo organicé todo.
¡Y esto es muy importante! No te olvides de decirle que mi vida fue siempre austera y humilde; que nunca necesité más de lo necesario; que las banalidades de la vida nunca me sedujeron, ni siquiera los hombres. Por eso en mi entierro no quiero discursos ni resoluciones, si en vida no merecí alguna, ¿por qué habría de merecerlas en mi muerte?
Es mi deseo llegar al cielo apocada, sin actas firmadas ni discursos fofos. ¿Acaso San Pedro exige en la entrada carta de recomendación de la junta del barrio?
Dile que no es falta grave no haber parido en este mar de tristezas, y más si ningún hombre me gusto; ni yo a ellos.
Acepté resignada la cruz que mi Dios me puso a los setenta años. ¿Quién diría que a esa edad, el espíritu santo me hiciera madre sin conocer hombre?
Prueba superada con amor fue haber sido de vieja la madre de mi madre. Yo que nunca quise cambiar pañales me tocó cambiárselos a ella, una anciana de noventa que se portaba como de uno. Las dos artríticas y llenas de úlceras por nuestro mal genio aprendimos nuevamente a soportarnos, como el pobre soporta el sufrimiento; con rabia y resignación. ¿Te acuerdas la vez que se levantó a media noche a gritar que por Dios no la matara de hambre, que le diera su colada? Vieja terca, no tenía buena vista pero sí buenos pulmones; despertó a los vecinos. Y desde esa vez, cada noche me levantaba a darle su colada, a cambiar su pañal y calmarla hasta que dejara de llorar por el miedo que la eminencia de la muerte le producía.
Y dile también, que a pesar de todo me voy feliz, a encontrarme con ella. Aunque temo que aún esté brava porque no pudo estrenar su falda que duró tres años en el baúl porque… nada que la tía Rosaura moría; y al final quien se la puso fue la tía, para enterrarla a ella. Y Dios sabe cómo le gustaban las faldas negras. Por eso te pido que me entierres con una de esas, para llevársela a ella.
La muerte está tan segura... que nos da una vida de ventaja!
ResponderEliminarCuando nacemos empezamos a morir un poco cada día.
Cada texto, me deja reflexión y curiosidad por ciertos autores desconocidos para mi.
Gracias por el recreo literario...!
Que grande Flaco! que laburo que te tomas!
ResponderEliminarte dejo una web donde podes conseguirlibros gratis para que no tengas que buscas como loco!
saludos