Por Carolina Aguirre
Cuando yo era chica, todas las nenas queríamos ser rubias. En esa época, el pelo dorado era la prueba irrefutable de la belleza, un certificado de sensualidad. Barbie era rubia. She-ra era rubia. Mary Ingalls, la Bella Durmiente, Cenicienta, la Pitufina. Salvo Blancanieves, todas las heroínas eran rubias.
Y no era una superstición exclusiva de las nenas, sino todo lo contrario. En las telenovelas, en los dibujitos, hasta en los libros de cuentos, sólo a las brujas y a las malas les tocaba el pelo oscuro. Hasta los chicos, susceptibles a ese encanto, compartían la misma preferencia: no había grado en el que los varones no suspiraran por alguna nena de rizos dorados, mientras que nosotras —fatalmente morochas de pelo arratonado— sufríamos en silencio por haber nacido del otro lado de la medianera.
Por eso, en la década del noventa, cuando por fin entramos en la adolescencia y nos dejaron teñir el pelo, todas corrimos a aclararnos el pelo. No un decolorado total, sino unos reflejos finitos con gorra o algunas mechas grandes en el flequillo, una iluminación. En el fondo, nos hubiera gustado hacernos una tintura completa y amanecer con la cabeza albina, pero no lo podíamos hacer. Una tintura total hubiera significado un fracaso, reconocer ante las rubias naturales que en el fondo siempre habíamos querido ser como ellas. Los claritos eran el punto medio: seguíamos siendo castañas aunque no lo pareciéramos. No nos habíamos rendido sino firmado una tregua.
Más adelante, en la adolescencia más álgida empezamos a hacer lo contrario y nos rebelábamos contra el sistema tiñéndonos de borravino o de negro. Ni hablar si eras rubia natural y te oscurecías el pelo. Ese era el paradigma de ser distinta, de estar de vuelta, de protestar contra la dictadura de la belleza seriada y noventera. Jurábamos que nos gustaba, que las morochas eran más lindas, pero en el fondo no estábamos buscando una belleza distinta, sino liberarnos para ser feas. No queríamos ser morenas. Solo queríamos probar que no nos importaba no haber sido como ellas. Por otro lado, hay que reconocer que esa supuesta fealdad era a veces muy real. En esa época no existían los matizadores sin amoníaco, ni los productos para proteger el pelo teñido, ni las ampollas sofisticadas que hay hoy. El tono, tal cual salía del pomo nos duraba dos semanas. Después de esa fecha, el pelo se ponía verde o parecía un saco de piel viejo y de mala calidad.
Recién en la década siguiente, con el abandono de la etapa menemista y de la dictadura del reflejo, el bronceado y la planchita, volvimos a abrazar el color cobrizo o chocolate con felicidad. No había cambiado nada. Simplemente habían pasado veinticinco años, nos habíamos hartado de ser todas iguales, y Julia Roberts había hecho carrera. Ya a nadie le importaba ser rubia. De hecho era vulgar, algo ostentoso, típico de una época que nadie quería recordar.
Sin embargo, nobleza obliga, hay que admitir que algo de esta fantasía todavía nos queda. Nosotras lo habremos superado, pero por más Pocahontas y la Sirenita que hayan visto, hoy en día, casi todas las nenas de cinco años siguen prefiriendo a la Cenicienta.
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