Por German
Escribo y nombro a Beto no por no dejar que pase al olvido, porque eso no va a suceder, lo hago porque hay gente que aparece en la vida de uno y dejan como un gusto a nada y Beto parecía que iba a ser uno de esos tipos, pero yo no permití que eso ocurriese. Apareció en el grupo presentado por Damián. Se conocían por un curso que habían hecho de comidas típicas maoríes. En realidad, quizás escribo lo que pasó con Beto porque gracias a él me convertí en un referente autorizado frente a mis amigos.
La reunión, como siempre, se organizó para el viernes a las ocho en la casa de Guillermo. Hablábamos de cosas intrascendentes mientras algunos tomábamos cerveza y otros se hacían cócteles con ron y vodka. Mientras conversábamos, el televisor sin sonido dejaba ver esas típicas imágenes documentales de cacerías de leones hiperactivos y cebras moribundas. A eso de las nueve Beto quedó inconsciente. Lo dejamos en ese estado a base de distintos alcoholes servidos en sus tragos. Antes usábamos éter e incluso pentotal, robados en la farmacia de un hospital en el que trabajábamos algunos del grupo, pero estas sustancias dejaban restos desagradables en el organismo.
Esta vez me impuse yo, bueno, casi siempre me salgo con la mía. Pero estaba cansado de ese prejuicio contra el ajo. Beto había resultado ser un tipo agradable y tierno, tanto en el plano afectivo como en el físico. Eso era una ventaja a la hora de la preparación. Damián, ajeno a la culpa, cortó un poco de queso y abrió un paquete de papas fritas para picar algo mientras esperaba la cena. Mientras tanto, Quique seguía discutiendo con su novia en el teléfono.
Hay cosas que me dan impresión. Así que apenas separé la cabeza del tronco, la descarté en una bolsa de residuos. También hice lo mismo con los pies, las manos y los genitales. Separé los brazos y las piernas y les hice un breve hervor para quitar los pelos y el aroma a desodorante y perfume. Al tronco lo abrí en canal y le saqué las vísceras. Tiré casi todas salvo el corazón y el hígado que nos gustaban. Mientras todos ponían la mesa, salvo Quique que seguía en el teléfono, yo pasé una mezcla de miel y mostaza por la superficie de los miembros seccionados y los dispuse en una fuente con sal gruesa y a continuación la metí en un horno de barro que estaba a unos ciento ochenta grados de temperatura. Mientras se cocinaba la carne salí un rato de la cocina para estar con mis amigos
Alguien encontró un programa en el televisor en donde mostraban los mejores restaurantes del mundo. Ahí nos trenzamos todos en una discusión sobre si había que calificar a los restaurantes por la calidad de lo que servían o por el servicio de los camareros, por la comodidad del salón o por la originalidad en los platos. Quique, que había colgado el teléfono visiblemente nervioso, también participó de la charla y se fue relajando.
A las once de la noche la comida ya estaba lista, o como decían algunos un poco en chiste: “Beto ya está preparado”. Yo comí uno de los brazos y algún trozo de hígado, por lo del hierro que, dicen es bueno. Bebimos vino blanco frutado para no ocultar el delicado sabor de la carne que tenía un ligero aroma a whisky, ajo y estragón. La fina capa de piel dorada se quebraba al contacto con el tenedor y dejaba ver una carne tierna y blanca. Todos me felicitaron contentos por el sabor y el punto de cocción.
La semana que viene iremos a la casa de la novia de Quique, según él, será un plato algo exótico, parece que la mina es vegetariana.
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