Por Germán
Vivíamos en la parte antigua de la ciudad. En uno de esos barrios de edificios centenarios y calles estrechas. En invierno el viento se colaba por las hendijas y helaba la habitación y las sábanas de la cama. Éramos felices. Por la ventana de nuestro estrecho living apenas entraba una débil claridad. El edificio gris de enfrente, a no más de cinco metros de distancia, absorbía toda la luz. Muchas veces teníamos que correr las cortinas para interrumpir la curiosidad de la joven vecina que parecía obsesionada con nuestra rutina de caricias y abrazos.
Parece un lugar común, pero estoy seguro que nunca en la historia dos personas se amaron tanto como nosotros dos. Éramos inseparables, uno comenzaba una frase y el otro la completaba. Como una cuerda y un arco, como una diana y una flecha. Pasábamos horas mirándonos intensamente. Nos pasábamos las horas haciendo planes para viajar a países distantes o para redecorar el departamento. Proyectábamos un futuro que era todo nuestro. Y entonces, una tarde de abril, ella pronunció aquella frase: “No podría ver mi muerte reflejada en tus ojos llenos de lágrimas”. Asentí en silencio pensando en lo que me acababa de decir. La angustia de quedarse sola, de tener que comprender y acaso explicarse el dolor y la ausencia sorda e infinita de un compañero que nunca más la iba a abrazar. Imaginé (imaginamos) las noches larguísimas buscando entre lágrimas el calor del otro que no iba a estar en ningún lugar y en ninguna espera, nunca más.
Los días pasaban dulces, pero luego de esa frase algo había cambiado. A veces la encontraba con la mirada perdida o descubría una lágrima rodando por su mejilla. Yo también pensaba en lo mismo, un día llegaría la soledad. “La vida es atroz”, suspiraba ella, “está llena de despedidas forzadas. No puedo seguir así”, me susurraba entre lágrimas. Y entonces dijo lo que desencadenó el resto de mi vida: “Cualquier día de estos decidiré irme, no voy a soportar que mueras antes que yo.” Lo dijo mientras me abrazaba de pie, en medio del viento de una tarde y en el parque desierto. “Entonces… entonces yo también lo haré”, le dije. “Si te mueres, yo moriré contigo”, afirmé.
Nos miramos a los ojos sabiendo tácitamente que teníamos un pacto. Algunos hubiesen dicho suicida, pero nosotros sabíamos que era un acuerdo de puro amor. Nos iríamos al mismo tiempo o con la pequeña diferencia de unos minutos de conciencia de que ya no sufriríamos la ausencia del otro.
La noticia me la dieron en la oficina. Un amigo me acompañó para reconocer el cuerpo de la persona que yo más amaba. Pude ver parcialmente uno de los lados de su rostro. El impacto, me dijeron, fue terrible. Una caída de dieciocho metros. No seguí escuchando, creo que perdí el conocimiento porque no recuerdo mucho más. Mi amigo me llevó a casa y se quedó un par de días conmigo. Luego, solo, mis ojos recorrían las fotos en las paredes de nuestros viajes, de nuestras sonrisas y abrazos. Aun perduraba su perfume en las sábanas de la cama desarreglada. Vi su paquete de cigarrillos y mientras encendía uno de ellos me acerqué a la ventana desde la cual se había arrojado. Abrí las hojas de vidrio y me asomé. No tenía ganas de seguir sin ella. Quería estar adonde, quién sabe, estuviese. Iba a cumplir la otra parte del pacto, la que cerraría el círculo de un amor huérfano. Le di otra calada al cigarro y entonces vi que la vecina de enfrente me miraba. Era una mirada triste. No, no triste, me miraba con piedad, era una mirada cargada de lástima. Supe que había visto todo. Entonces bajé las escaleras del edificio y crucé la calle para preguntarle, para saber no sé qué cosa, para escucharla y seguir fumando junto a ella, para dejar que me hiciese un té. Para dejarme abrazar, para ser consolado y besado. Para dejarme llevar a las caricias y luego ser arrastrado por la urgencia y el frenesí. Le hice el amor sediento de piel queriendo sus gemidos y sus uñas y su boca. Y dormir, vacío.
Pasaron seis años de aquello. Nos vinimos a vivir al campo porque yo no soportaba tener que ver cada día aquella ventana enfrente. Y ahora, mientras fumo una pipa de tabaco negro, pienso en mi mujer y en mis dos hijas que duermen mientras yo me relajo al borde de la piscina y debajo de la noche estrellada.
A veces pienso en esa loca y en el pacto idiota y suicida que acepté. Y entonces recuerdo la frase de mi madre: ¿Si alguien te dice que te tires, vos te tirás?
Yo siempre tuve clara la respuesta.
El amor no te pide que renuncies a la vida...Cuando un gran amor se temina, deja el corazón abierto a otro gran amor.
ResponderEliminarel amor siempre esta con uno, y migra todo el tiempo, cambia de cuerpo, como en la pelicula poseidos.
ResponderEliminarMuy bueno..... me encanto!
ResponderEliminarque infantil intrincado y rebuscado este texto....mmmmm
ResponderEliminarEn una par de párrafos pasa de "nunca en la historia dos personas se amaron tanto como nosotros dos." a "A veces pienso en esa loca y en el pacto idiota y suicida que acepté."
ResponderEliminarLo mas curioso e incomodo que es tan humano, normal y cotidiano que asusta...
Gracias a todos por sus opiniones y halagos respectivamente. Quedan invitados a pasar por mi blog y leer otros cuentos...
ResponderEliminarGracias de nuevo !!
Sin palabras la verdad.. se me eriza la piel.
ResponderEliminarLo que puede el amor, uno nunca sabe como va a reaccionar ante la vida.